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TRAS LA ANTORCHA, EN LA CUEVA

  • MARINA GURRUCHAGA
  • 16 sept 2019
  • 2 Min. de lectura

Este fin de semana tuve la oportunidad de realizar la visita larga (cuatro horas) de la cueva Palomera del complejo kárstico de Ojo Guareña, en las Merindades de Burgos. Allí, hace unos dos mil quinientos años, un joven de apenas veinte se adentró en la gruta con su hachón encendido, pero no volvió jamás a la luz. Se le halló hace unos pocos años, en posición fetal, cerca de una pequeña presa que había realizado, ya perdido y desesperado, para capturar el agua que escurría de una estatactita, en la total obscuridad, con su antorcha apagada a unos veinte metros y su cinturón de cobre forrado de cuero (lo que indica su elevada categoría social) abandonado a cierta distancia, cuando tuvo que adentrarse por una gatera y el cinturón le estorbaba para deslizarse a su través. Lo que el "príncipe celta de Ojo Guareña", como se le conoce en la literatura científica, buscaba en el interior de esta gruta singular, de unos 110 kilómetros de recorrido, sería quizás la iluminación, o la superación de cierta prueba -katabasis-, ritual de paso atestiguado en otras grutas, como la del Poyo, en Saja (Cantabria), donde, en palabras de J. García Preciado, "se consideraba una verdadera hazaña pasar de un letrero que alguien pintó no se sabe cuándo, y que dice "aquí llegarás, pero de aquí no pasarás",[ ya] que a partir de un estrechamiento el aire se hace irrespirable". Estas pruebas a las que se sometían los jóvenes que aspiraban a lograr el estatus de guerreros, en solitario o agrupados en männerbünde o fratrías de edad, se han atestiguado también en la Cueva del Puente de Villalba de Losa, igualmente en Burgos (con un letrero en latín referente a ciertos viri forte que lograron superar, todos menos uno, la terrible comanda).



 
 
 

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