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Niña y pez. Un microrrelato de Marina Gurruchaga

  • raminavictrix
  • 30 nov
  • 4 Min. de lectura
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Muelle de Calderón. Fotografía de Marina Gurruchaga.



Chopas, mules, momas y porredadas. Pequeños y pegajosos, pero muy brillantes, o de un tamaño incluso amenazante, mirada aguda y centelleantes como flechas vigorosas en el mar que hienden. Peces de bahía, entonces contaminada por las aguas fecales que se vertían sin ninguna cortapisa. Esperaban en el fondo, tan sólo arenoso más cerca de La Canal, corriente de entrada y de salida de las aguas poderosas e infinitas del mar que espera, hirviente, después de la península de La Magdalena. 

Era un septiembre dulce, de inicios de curso, cuando la niña salía del colegio, y en la tarde soleada se encaminaba con su aparejo (pedazo de corcho, hilo de pescar y un anzuelo comprado en Godofredo), la falda gris plisada y un poco de jamón de york envuelto en papel de aluminio, hacia el muelle, con los viejos, para sentir la emoción de la caza, un tanto mediatizada por la compasión frente a la inminente muerte del pez. Llegaba con el día aún no vencido, y se sentaba en el borde del embarcadero, o sobre la gran vita de hierro, pulida por las tareas marítimas o las lluvias de décadas. 

Miraba hacia el agua, los haces de luz como pequeños puñales que atravesaban una masa opaca, del color del ocre por la arena en suspensión y las algas diminutas, las partículas de heces y cualesquiera otras cosas perdidas, trituradas, olvidadas por la historia material. Agua fría, ajena, impredecible, desconocido vientre o repositorio de los peces que había venido a buscar.

Esa era otra: cuando el pez, tras de un baile que siempre le sorprendía (¡ha picado!) era elevado desde su guarida, desde su reino, arrancado de la libertad de la naturaleza, la niña se paralizaba, incapaz de arrancar de su boca el aparejo. Lo cogía en sus manos y se lo acercaba al viejo pescador más cercano para que él lo hiciera, para que él sacara de esa boca pequeña la guadaña, la espada, el anzuelo carnicero. Casi siempre lo tiraba otra vez al mar; sólo una vez llevó a su casa un cubo de playa con dos momas y una porredana, que se frieron en aceite en la sartén –sabían, en su pequeñez, a pescado ligeramente graso, sabroso-. Pero nunca más, porque alguien le dijo que se habían detectado casos de cólera entre los consumidores de los peces de la bahía. 

Una de esas tardes lo sacó de la bahía, pequeño y opulento en su tonalidad verde con manchas doradas y un solo punto rojo fuego bajo el ojo. No se movía apenas. “Muerto u orgulloso”, pensó la niña mientras se acercaba al viejo más cercano a ella para que le retirase el anzuelo de la boca. El viejo lo observó, antes de devolverlo al mar. Es un pez curioso, le dijo. No es de los que se ven por aquí. Pero no estaba muerto, y coleó al ser lanzado por los aires, antes de sumergirse en el mar.

Otros días capturó nuevos peces. Pero a veces sólo se sentaba en el borde del muelle, comiendo una barra de pan caliente y gomoso, recién hecho a la tarde, en el segundo turno de la panadería Torre. Ocasionalmente una amiga del instituto la acompañaba y escribían poemas en unos cuadernos de tapa dura, canteados en verde, que eran en realidad libros para hacer asientos de contabilidad. 

El invierno se acercaba y muchas tardes, acortadas ya, eran lluviosas, de forma que las jornadas de pesca se interrumpieron. Cuando volvió, ya en primavera,  aquel fue el primer pez que picó. Tenía que ser el mismo: a sus notas de color se le añadía una cicatriz allí donde el anzuelo se había encarnado. Esta vez se lo retiró ella misma, con cuidado. Lo arrojó inmediatamente al mar, aquella tarde más próximo por la marea alta y el viento sur que esculpía sobre las nubes las avenidas de extraños reinos en los que el alma sólo podía morir de terror.

Pasó la adolescencia y comenzó la vida verdadera. Los días de pesca eran un recuerdo que le gustaba contar para hacerse la interesante, una chica tan mona con unas aficiones varoniles. Cuando paseaba por la bahía alguna vez recordaba al pez, dos veces librado de la muerte y una, quizás, de la sartén. Años después, cuando ya nisiquiera consideraba que tuviera vida, un día le compró a su hijo pequeño (fue él quien la pidió) una caña no completamente de juguete: tenía los elementos básicos, si bien era más simple y en tamaño reducido, pero podía pescar y así lo hicieron, un poco más lejos del lugar donde ella estuviera de niña porque allí se habían colocado barandillas para evitar accidentes.  Cuando pasó de largo junto a él pensó que tampoco los viejos habrían podido volver, porque estaban muertos; que las aguas se habían retirado y regresado miles de veces; y que barcos, ahogados, delfines perdidos, flotadores extraviados… todos habrían surcado la bahía delante de su puesto habitual y ella no lo había visto. 

Mientras y entre aspavientos su hijo elevó un pez del agua, chorreante. Tampoco sabía  desengancharlo del anzuelo y ella lo cogió cuidadosamente. Estaba pegajoso y palpitante, y era muy pequeño (claro, su mano había crecido desde aquellas tardes de pesca). Entonces vió el fuego verde y el punto rojo bajo el ojillo móvil y las cicatrices en la boca anhelante. Supo que  EL PEZ quería decirle algo, y lo acercó a su oreja. Inmediatamente después, descendió con el niño de la mano a la arena de la playa nueva -”Fenómeno” era el decimonónico nombre que en pleno siglo XXI se le había aplicado a aquel arenal surgido de un cambio en las corrientes,  provocado por ciertas obras públicas- y, con cuidado, lo puso en el agua. El pez no se alejó de inmediato.  Frente a ella, sacó la cabecilla a la altura de sus ojos y, aparentemente,  la miró unos momentos.  Luego descendió y descendió. Y el agua lo escondió todo, y todo lo conservó. 

 
 
 

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