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A LA INTEMPERIE. Un microrrelato de Marina Gurruchaga.

  • raminavictrix
  • 2 nov 2024
  • 3 Min. de lectura


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Desde el final del verano, había adoptado la costumbre de no cerrar la persiana de la ventana de su dormitorio por la noche. Aquella ventana se alzaba sobre el pequeño jardín del adosado burgués en que vivía, pero permitía observar los huertos, praderas y, durante el día, coloridos árboles -entonces, durante aquel otoño tan amable- de los jardines ajenos. También podía ser visto el camino que iba trepando la ladera empinada de la colina que se alzaba frente a su casa, al otro lado de un pequeño arroyo que en tiempos pasados había tallado el vallejo umbrío y hoy se encontraba parcialmente soterrado. Aunque, por la noche, lo único que podía contemplar era la farola ambarina que resaltaba el volumen y la textura de las hojas de los arbustos más cercanos, y acaso los faros de algún coche errante que se internaba por el camino en la ladera, quizás para terminar en el viejo palacio derrumbado y alcanzar, aliviado, la carretera general. La cumbre de la colina, erizada de arbustos y pequeñas encinas retorcidas, desaparecía completamente durante la noche, tras del cielo de ópalo en los días soleados en que iba mudando la tarde, como también lo hacían los rincones más civilizados de su propio jardín. Y, sin embargo, él sabía que la vida continuaba, leve y tenaz, desconocida e indómita, en cualquiera de aquellos rincones sin iluminación, y aquello le admiraba y generaba en él la gran nostalgia de algo que no acertaba a verbalizar.

Pronto no fue suficiente aquella visión o indicio de la misma y comenzó a dejar abierta la ventana de par en par. Los aromas y sonidos de la noche, que variaban desde algún crujido vegetal, pasando por ladridos caninos, risas juveniles, motores de arranque, el croar de algún sapo solitario en la laguna cercana, hasta incluso el episódico grito de un cárabo o ave nocturna similar, entre muchos otros, eran al mismo tiempo arrulladores y atemorizantes, porque no había ya nada físico, ninguna protección, pantalla o impedimento entre él y aquellas presencias, sucesos o habitantes de la noche.

Sin embargo, en cuanto los sonidos se hicieron predecibles o rutinarios, comenzó a sentir la necesidad de exponerse aún más a la extrañeza y maravilla que la obscuridad despertaba en su interior. Compró una pequeña tienda de campaña y la instaló en el centro de su reducida parcela. Ahora se sentía aún mas a la intemperie, en el centro de los sucesos desconocidos que transcurrirían a su alrededor y que no podría de ninguna forma controlar. Durmió en ella desde entonces, a pesar del frío y la humedad que, en el inicio del invierno, se hicieron habituales. Primero con una pequeña linterna en el interior de su refugio, y más tarde sin ningún tipo de iluminación, adivinando apenas los contornos y escudriñando las sombras desde su reducto.

Pero todavía sentía que no había entrado en plena comunión con la campana vibrante de la noche. Porque eso le parecía la obscuridad: un reino, una ciudad espléndida que no se negaba a ser conocida ni transitada, pero que tenía sus propias reglas. Había que ser muy humilde para comprender sus razones o caminar por sus calles. Por eso el siguiente paso fue eliminar la tienda de campaña y dormir al raso, apenas protegido por un saco de dormir supuestamente impermeable y pretendidamente de alta montaña. Algunos animalillos se paseaban sobre su espalda, incluso los más avispados lograron entrar en el saco y le acribillaron a picaduras, pero aún aquello no era suficiente.

Cuando, desnudo, se tumbó sobre el césped empapado, y los cuchillos del frío fueron penetrando su piel y retorciendo sus nervios, y a la mañana siguiente despertó -o algo así, porque seguramente no pudo dormir nada- con una fiebre abrasadora, no pensó ni por un momento en la imposibilidad de continuar con semejante régimen de vida. Todo lo contrario: la pura sensación de extenuación, de una disolución inminente, de su inmersión en la totalidad de lo infinitamente desconocido, comprensivo y dulce, le parecieron lo más cerca que había estado de comprender la realidad nocturna, que, mira por dónde -y en aquel momento sintió que por fin había llegado, de alguna forma, a acercarse a la verdad- se parecía tanto a la idea - o a su sospecha - de la muerte.

 
 
 

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