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EL PISAPAPELES. Un microrrelato de Marina Gurruchaga.

  • raminavictrix
  • 30 nov 2024
  • 2 Min. de lectura

En algún momento de su vida había coleccionado esos pisapapeles de cristal que contienen, mágicamente inmóviles, figuras multicolores de imaginarias formas que remedan animales o flores geométricas. Eran objetos pesados aunque no muy grandes, por lo que, cuando la afición desapareció, acabó decorando la librería con ellos y terminó olvidándolos por completo, convertidos en atrezzo de sus autores más queridos.

Hasta que un día, buscando un viejo tomo en la estantería, se fijó en uno de ellos. No recordaba el momento en que lo había adquirido. Quizás no lo haba comprado él y alguien se lo regaló. El caso era que aquel pez de colores rojo y amarillo,  embutido en el acuoso cristal azul, tras de un segundo vistazo a los libros que se agolpaban detrás de él, se había movido, o, digamos, había modificado su posición. 

No podía ser, era imposible.  Quizás él mismo había cambiado de sitio, sin darse cuenta, la figura, o la había girado, alterando su previo punto de visión. Pero en un nueva mirada constató que el pez, en vez de surcar la parte superior de su prisión, descendía claramente hacia la base del pisapapeles.

Su primera reacción fue dar un repentino salto hacia atrás. Nuevamente observó, buscando instintivamente una vía de escape, la posición del pez. Ahora el pez presionaba su cabeza contra la parte superior del objeto, como queriendo asomarse al exterior, de la manera en que las carpas hacen círculos en la superficie de las peceras. 

Poco a poco se acercó a la librería y, con algo de reparo, tomó el pisapapeles en su mano. El pez permanecía en el mismo lugar. Lo cogió y salió de la habitación.  En  el cuarto de estar se sentó y colocó la pieza en la mesa frente al sofá, entre las revistas, el cenicero y un plato con bombones y caramelos de limón, para poder contemplarlo y vigilar sus movimientos.

Todos los días, después de comer, de cenar y en cualquier momento de ociosidad, se sentaba allí y asistía a las cabriolas del pez de cristal, que incluso provocaban una ligera vibración en el cristal de la mesita baja donde estaba posado.


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En algún momento reparó en la extrañeza de la situación, pero estaba tan entretenido, se sentía tan acompañado, bendecido incluso -su vida no era precisamente una fiesta continua-, que tan sólo atendía a la belleza de sus evoluciones y al contento que su nuevo amigo le proporcionaba.

En un momento dado, empezó a fijarse en los demás pisapapeles que había atesorado. Contenían otras figuras, como algas en aparente movimiento bajo las olas del mar, hilos de cometas o las cometas mismas en rápida evolución, o capullos de flores a punto de brotar, todos similares y en diseño como de sembradura. Pero ninguno se movía, y pronto los volvió a colocar en la librería.

El día que falleció, años después, en ese mismo momento el pez desapareció del interior del pisapapeles. En su lugar, una forma de aspecto humano, con un rostro esbozado mediante hilos tenues de cristal, emergió justo en el mismo centro del objeto, donde antaño había estado el pez rojo y amarillo.

 
 
 

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