LA FELICIDAD DE VIAJAR EN AUTOBÚS. Un microrrelato de Marina Gurruchaga.
- raminavictrix
- 25 dic 2024
- 3 Min. de lectura

Mientras espera en la parada, con sus cascos puestos y música heroica en los oídos, contempla las altas copas del fresno en el jardín de la casa que está frente a ella.
Llega el autobús. Está casi vacío. Saluda al conductor. No siempre contesta. Esto en ocasiones despierta un pequeño volcán de ira en su interior, mientras busca siempre el mismo asiento.
Va ascendiendo el autobús un puertecillo -Dios mío, qué oscuras están las colinas, y muy abajo, los sepulcros antiguos en las cuevas, entre las zarzas y los húmedos helechos, continúan su letargo de siglos-. Asciende el autobús por la ladera, y llega a la cima donde las luces coloridas de la larga costa se divisan, rasgando la noche prematura de noviembre.
Esta vez, a toda velocidad, descenderá el autobús la cuesta para recoger a los nuevos pasajeros de la próxima parada. Suben ahora muchos, y casi siempre son los mismos. Está la señora que ha dicho que tiene noventa años pero que no quiere que nadie le ceda su asiento; el joven bello, de rasgos eslavos que a veces viene con su novia, de rasgos indígenas americanos; la antigua compañera de carrera que finge no conocerla, para no saludar, mirando al frente, avanzando por el pasillo sin fijar la vista, a riesgo de impactar con algún otro viajero; y otros, como la mujer no tan mayor que entra sonriendo, y saludando a todo el mundo, maravillosamente vestida de tonos pastel, alguien a quien querrá parecerse en algunas décadas.
El autobús enfila hacia el sanatorio. Allí, durante el verano, se recoge a los pacientes psiquiátricos que esperaban, amables y silenciosos, en la parada. Ahora, en invierno, nunca sube nadie: es una parada ociosa pero que ella entiende que hay que respetar. Sigue el viaje a través de bosquecillos dispersos de encinas junto a la carretera, atravesando los cruces, superando iglesias como pimpollos, observando los caprichos ornamentales de los dueños de las casas y parando de cuando en cuando. Poco a poco el autobús aborda el extrarradio de la ciudad y termina un cierto territorio emocional, encaminándose hacia los barrios desclasados, hacia las catacumbas de una ciudad que se ha vendido al mar, a su pompa y circunstancia, olvidando estas orlas de una industrialización antigua donde aún la miseria se muestra en las fachadas sin recatarse -y no debe hacerlo-.
Ya el pasaje ha cambiado: unos han descendido, otros han llegado nuevos. Cuando la carretera se convierte en la autovía que atraviesa los túneles bajo el viejo hospital, el viaje deja de ser una amable excursión y se convierte en un encargo, en la prisa y los horarios que nos gobiernan. Entonces mira a los pisos de las altas torres y se imagina cómo sería vivir allí. Ya no conoce a la mayoría de los pasajeros, y nadie cuenta con ella. Ahora el autobús es uno más en la gran ciudad, ella es una más en la gran ciudad. Lo abandona deprisa, tiene cosas que hacer allí. Se ocupará de sus recados, mirará el reloj de cuando en cuando, entretendrá incluso su ansiedad paseando deprisa para no perder el autobús que debe devolverle a casa. Y sucederá, cuando vuelva a subir, esa amable impresión de pertenencia -buscará incluso con la mirada a los pasajeros con los que suele coincidir- porque se siente otra vez apacentada, conducida, vagamente amada.
Desde la ventanilla, ya segura en su asiento, contemplará indiferente otra vez la ciudad, en sentido inverso, alejándose rápido mientras las luces brillan y las gentes viven, como ella vive, cerca y lejos, sentada en el autobús.







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