
LA HISTORIA DEL NIÑOPETRA. Un microrrelato de Marina Gurruchaga.
- raminavictrix
- 18 ene
- 3 Min. de lectura
Una aldea de Llanes. Años cincuenta, comienzos de los sesenta del difunto siglo XX. Maizales, vaquerías escasas, caseríos que se alternan con viviendas encargadas por los indianos que fueron y los que serán. Como la de las hermanas apodadas «las diosas», solteronas tiernas de una familia que explotaba ingenios del azúcar en la lejana Cuba, que cogían el tren a Llanes «según la hora de Dios» – quizás de ahí vino su nombre- y «no la de los hombres.» Por lo cual, como les dijo una vez el factor de la estación, siempre lo perderían.
El mar revuelto de frente, con el Castro, la Playa de los Curas frente al Monasterio de S. Salvador y la residencia jesuítica. Los gorgoritos de La Palombina dan de beber a las gaviotas que a veces se refugian allí del temporal. La guerra aún, para las bocas y estómagos de los residentes, no ha terminado. Muchos viven con los magros dineros que les envían las familias emigrantes desde Méjico. Otros trabajan apenas las huertas, algunas vacuchas, los maizales, el pequeño comercio local. Algunos viven de la caridad de los jesuitas y escasos benefactores privados.
El Niño Petra no es el tonto del pueblo. El Niño Petra se llama así porque su madre, la Petra, lo tuvo muy joven del hijo de un indiano, y le callaron la boca sobre el padre de la criatura quizás con dinero, más bien con amenazas. El Niño Petra nació de mala manera, con una pierna atravesada que arrastró toda su vida. Ambos, madre e hijo, malvivían en una cuadra infecta que alguien les cedió. El Niño Petra cojeaba desde su más tierna infancia, y se ayudaba, malvestido y en alpargatas, con un palo de avellano. Él y su madre pedían limosna a los veraneantes y aceptaban todo lo que se les pudiera dar.
Se cuentan varias historias del Niño Petra. Todas son verdaderas.
Una vez, alguien les regaló un décimo de lotería. Fue la suerte del miserable, porque les tocó un premio pequeño, muy pequeño, para ellos una inmensidad de riqueza que por la noche separaban mentalmente en hatos pequeños, madre e hijo, muertos de frío en su cuadra.
-Pues estas pesetas para tabaco, y estas otras para café, y lo que quede para pagar a Manolo, el del colmado, que es mucho lo que le debemos… – decía la Petra, pobre mujer que aún en su miseria se dolía de las deudas que tenía con el dueño del ultramarinos.
-¿Qué dice, madre? ¿Que le quiere pagar a Manolo? Para una vez que tenemos algo… el Manolo… ¡qué se joda! – y el Niño Petra terminó así con las veleidades virtuosas de su madre.
Otro día, estaban las mujeres del pueblo reunidas en la fuente para coger agua – que no llegaría a las casas hasta los años sesenta bien entrados-. Por allí apareció el Niño Petra, arrastrando su pierna y una lata de membrillos medio abollada, también con la intención de llevar agua a su casa. A todas se acercaba y les daba a oler la lata, preguntando a qué. Ellas, que le conocían y le tenían simpatía, le decían que la lata, ¡a qué iba a oler! Pues a membrillos, o a aceitunas, o a lata simplemente incluso. Entonces el Niño Petra les dijo: «pues sabed que esta lata, la que traigo para coger agua, debe oleros a orines, pues con ella me alivié esta noche en mi casa, y no tengo otra para acarrear agua desde la fuente.»
Estas, y otras historias, se cuentan del Niño Petra. En los últimos tiempos de su vida, ya muerta su madre, los jesuitas del pueblo le arreglaron una pequeña pensión, y más adelante, enfermo, murió en un asilo cercano.
Pero el Niño Petra no era el tonto del pueblo.







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