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"Relatos desde el birle", de Javier Bonet

  • raminavictrix
  • 14 mar
  • 23 Min. de lectura

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ARRIBA LOS GANANCIOSOS 

(A MODO DE INTRODUCCIÓN)

El juego de bolos es universal y se conoce desde tiempos inmemoriales; no hay nada más barato y divertido que tirar a dar o derribar algo con una piedra, nos viene a todos de serie, no hace falta mucha especialización y desde niño todos lo hemos practicado; de ahí su éxito en casi todas las culturas. En Cantabria, al igual que han hecho en otros lugares, hemos adaptado el juego de bolos a nuestra idiosincrasia y lo hemos convertido en nuestro deporte autóctono: solamente en nuestra comunidad (las casas de Cantabria esparcidas por medio mundo también son Cantabria) se juega a este tipo de bolos, por lo que es labor nuestra, pero también de las administraciones públicas, conservarlo, defenderlo y difundirlo.

 

             Si algo tiene de peculiar nuestro juego es la jerga que utiliza, el modo de describir situaciones, elementos y personajes de esta actividad; en nuestro juego-deporte empleamos un vocabulario muy especial, curioso y universal dentro de nuestro entorno: decimos que los bolos se tiran, se birlan; los pinches jamás los colocan o los ponen; se pinan, se arman en la caja, una fortaleza con tres calles y su castro en diagonal; hablamos de caballos y conejos para ciertas jugadas, las bolas las podemos arreglar, amarrar, rasear, florear, cerrar, abrir, cuatrear, dejar, segar, templar o tirarlas altas y pingonas; tiramos la moneda antes de empezar y, si no tenemos, elegimos punta o coz lanzando el emboque, o cachi, o padre de la novia, al aire. El que acierta, manda: o se va al tiro o se queda y marca raya, al medio o alta, y efecto, ya sea a la mano o al pulgar. En el equipo uno abre y otro, la llave, cierra; cuando lanzamos la bola desde el tiro, subimos, procurando no pegarle a la chapa o al fleje, no se quede morra la bola ni echar un caballo, o dejarla blanca; mejor si le pegamos un estacazo y se nos va al emboque, o la dejamos en caja; luego, mientras bajamos al birle, nos vamos fijando si tal o cual bola está al medio o afuera, si nos conformaremos con la panoja buscando el dos, o iremos a por todos. El jugador que deja las bolas cerca de la caja será un chuchero, capaz es de tirar tres por las puntas si le hace falta, y se dice que tira del cordel, o que es bueno arreglando para que el birle quede cerca. El equipo, o cuadrilla, la forman cuatro hombres, o mujeres, que también juegan, y bien, pero los chicos son los seis tiempos en que se divide la partida.

 

Sobre un cutío bien arreglado a base de badillo y paciencia, no tenemos más que echar arriba los gananciosos y la partida está lista. Y eso queremos hacer nosotros aquí, echar arriba los gananciosos a unos cuantos relatos breves que nos hablen de bolos, de bolas, de jugadores, que nos lleven a las viejas boleras pegadas a las iglesias no menos viejas, que nos recuerden ese particular lenguaje que no debemos dejar que muera, que nos cuenten historias, unas llenas de verdades, otras llenas de sueños o de fantasía, pero siempre repletos de nosotros mismos, de esos cántabros montañeses que llevamos siglos intentando mejorar nuestro pulgar o mantener a raya  nuestros nervios cuando nos faltan  dos para cerrar y las calles se ensanchan de una manera tan extraña que hacen desaparecer a la ansiada panoja. 

 

Grandes nombres de nuestra literatura ya han hecho de los bolos material de su trabajo: desde Pereda y Manuel Llano hasta Alcalde del Río o Francisco Cubría pasando por Pick, Jesús Cancio o Matilde Camus, entre otros muchos, sin olvidar a  insignes poetas como Gerardo Diego o José Hierro han hecho resonar los bolos en sus composiciones.

 

No quiere estar destinados estos relatos solo a los entendidos en el juego, aunque bien es cierto que tiraremos con nuestras palabras; no busquemos tampoco aquí nombres y situaciones reales, si algo le suena al lector será pura coincidencia o también se puede deber a que se pasa muchas horas en la bolera. Pues lo dicho, señores, perra al aire. O mejor, punta o coz, elijan ustedes relatos, no hay orden obligatorio, empiecen por el pulgar o vayan ustedes directamente a veinte metros. Eso sí, cojan bola poco pesada, o mejor un porrón de vino, siéntense a la sombra de algún árbol si es posible y dejen volar su imaginación. Verán cómo rápidamente el sonido de los bolos se apodera de su espíritu. Eso querrá decir que nuestra tradición sigue viva y que usted, lector, lectora, se está encargando de que así sea. La partida es a tres chicos hechos, en cada chico, dos relatos. Buena lectura.

 

PRIMER CHICO.  

20 METROS, RAYA AL MEDIO AL PULGAR, EL EMBOQUE VALE 10


La pisada de los Justos

 

Todos decían que era el mejor árbitro, un poco especial a la hora de pisar el cutío, pero el mejor, el más justo, el más respetado por todos los jugadores y temido especialmente por aquellos que intentaban alguna triquiñuela dependiendo quién les arbitrara. 

Y lo mismo se decía de su padre, quien dedicó su vida a los bolos, plantando de chaval, más tarde jugando, y no lo hacía nada mal por cierto, y finalmente convirtiéndose en uno de los primeros árbitros federados y tal vez aquel a quien más cariño se profesaba en el mundo de los bolos, lo mismo directivos que jugadores, pinches y aficionados. Aunque siempre tenía una palabra agradable para todos, era muy serio en la bolera, no en vano había sido uno de los promotores y el más firme defensor de la aplicación a rajatabla del artículo veintiuno. Y eso le había costado algunos discusiones entre sus colegas más blandos, y alguna que otra trifulca con algún jugador que quería estampar con el pie de apoyo su firma, con rúbrica incluida, cada vez que le interesaba buscar un ángulo mejor en el birle y facilitar así su jugada. Pero siempre les llamaba la atención con respeto y, sobre todo, sin mirar el apellido del infractor, lo que le había dado esa fama de justo y honrado. 

 

Todos le decían a Justo (ese era su nombre, ironía del destino) que cuando él faltase, algunos jugadores se iban a alegrar, a lo que respondía, siguiendo la chanza, que no había problema, que ya estaba aleccionando a su hijo Justín en las mismas lides. 

 

Y tanto que fue así. Cuando Justo murió, se vio cómo y cuánto la gente de los bolos le quería: las redes sociales se llenaron de condolencias a la familia, incluso en un importante torneo se le dedicó un emotivo homenaje, no faltó nadie a la ceremonia, la iglesia del pueblo estaba abarrotada, incluso se pudo ver a alguno de esos jugadores “de firma” a los que Justo había anulado alguna que otra bola con los ojos enrojecidos; todo el mundo le recordaba a su hijo cómo había sido su padre, como si él no lo supiera ya, como si él no supiera qué tenía que hacer.

 

A Justín le gustaba arbitrar sobre todo en la bolera del pueblo de su padre y ahí era donde a todos le parecía que mejor arbitraba, con más concentración, con más seriedad. Lo cierto es que cuando pisaba el bote, lo hacía de una manera poco normal, pisaba como acariciando, nada brusco, nada violento; el terreno de alrededor del primero más parecía un jardín dispuesto a dejarse plantar las más hermosas flores que una trinchera en la que caían bombas desde diecinueve metros, y, nadie sabe por qué, en esa bolera se podían ver las bolas mejor tiradas de todo el circuito.

 

Los jugadores lo comentaban entre ellos, les parecía como si una fuerza extraña dominase la bola y la hiciese percutir a escasos centímetros del bolo de la mejor manera posible para redondear una jugada magnífica. Alguien aseguraba que una vez llegó a ver caer seis bolos del tiro. Seguramente falso, eso o que ese día el dios Eolo estaba presente en la bolera con especial brío. 

 

De una manera o de otra, fuese verdad o mentira, la cuestión es que eso había calado en los aficionados y cuando llegaba el día de la final del concurso, el pueblo se llenaba, todos querían ver qué pasaba, querían saber de primera mano si era verdad eso que decían todos de la magia de esa bolera, qué tenía de especial, por qué se jugaba tan bien allí.

 

Ese día, Justín, que desde que murió su padre, era el encargado de arbitrar la final, se pasó toda la mañana preparando la bolera. Rastrillo, badillo, escoba, manguera, cintas, todo estaba preparado. Y lo hacía él solo, no quería ayudantes.

 

_ Padre, a ver cómo se porta usted hoy, que la gente está ansiosa, tiene ganas de ver bolos de los buenos, dígame por dónde rasco más, ¿quiere usted más agua o ya está suficientemente mojado el corro? No creo que haga falta echar más tierra, me parece que ya está bien. Que no, que no golpeo fuerte, estese usted tranquilo, pero hay que dejarlo bien liso, que se vea bonito, así me enseñó usted desde pequeño, no se me queje ahora, por favor.

 

Cuando acabó de arreglar la bolera, barrió todas las hojas que habían caído, se cercioró de que todo estaba preparado y rezó una oración. Justo hijo seguía este mismo ritual desde aquella tarde en que, respetando la última voluntad de su padre, esparció sus cenizas en la caja de la bolera de su pueblo. 


TIRANDO PIEDRAS

 

_ ¡Hola, ballena!, ¡hola, señor tiburón!, ¿cómo está, señor buzo? mira, mira, abu, los percebes, y el pulpo. 

 

Y así todos los días. Anselmo iba a buscarle a la salida de la escuela y mientras la abuela le iba preparando la comida, tenía que llevarle al túnel donde daba repaso, una a una, a todas las figuras que aparecían pintadas en el techo, en las mismas entrañas de la montaña; desde que era pequeñajo y apenas sabía andar le había ido mostrando todas las pinturas, a base de jugar con él, de hacerle fotografías, de contarle cuentos y de hacer que imaginase riquísimos platos como el puré de percebes, los nugets de coral o la tortilla de patatas con  medusas, extraños platos que el niño le pedía a su sorprendida madre para cenar. 

 

El túnel que Abel recorría todos los días de la mano de su abuelo mientras le contaba lo que había hecho en el cole apenas tenía unos doscientos metros y acababa en un mágico paraje donde la mar parecía como venir a descansar a Laredo, en una pequeña playa de piedras de todos los tamaños que eran movidas por dos fuerzas de la naturaleza: las olas de la mar y la energía de Abel que pretendía cambiarlas a todas de sitio.

 

_¡Abu, abu, ¿cuántas he tirado hoy? he tirado como mil, ¿no?

 

_ Sí, mil o más, le respondía Anselmo, harto ya de agachar la espalda para nutrir de munición al chaval, que nunca tenía prisa por ir a comer. 

 

Él también tiraba alguna piedra de vez en cuando, buscaba alguna mediana y ligeramente ovalada y pesada; si no había nadie en el mirador que dominaba la playa, entonces ponía postura, flexionaba sus más que achacosas rodillas y lanzaba la piedra a lo lejos dándole efecto, unas veces a la mano, otras al pulgar. Y el enano la seguía en lo alto con su mirada y se reía cuando la piedra choclaba en el agua con cierto estrépito o se estrellaba contra algún acantilado.

 

_ ¡Qué lejos, abu!, cuando tenga como seis años tiraré piedras muy lejos, como tú.

 

Y el abuelo ya veía al chavalín jugando en la bolera y se le imaginaba en el equipo del pueblo o, quién sabe, en alguno de los grandes o ganando La Patrona. Era consciente de que la competencia que le hacía el fútbol era muy grande, su padre y su hermano mayor ya se estaban encargando de adocenar al chiquillo y, si por lo menos le hicieran del Rácing… pero ni eso. 

 

De todos modos, Anselmo no perdía las esperanzas y poco a poco le iba diciendo cosas de los bolos, le regaló incluso algún juego de plástico, muy a disgusto de la abuela, que veía peligrar en el pasillo algún jarrón, pero Abel parecía que utilizaba más su pierna que la mano. Otro futbolero, esto no tenía remedio. Y madridista, para más inri.

 

Un día que estaba morrinando y Anselmo no pensaba ir al túnel, el niño insistió y le prometió que comería todo el puré y echaría la siesta si le llevaba; entraron al túnel y tras saludar, como manda la costumbre, a todas las especies marinas y comprobar que el buzo seguía cerca del cofre del tesoro, bajaron a la playa y cuando iba ya por la bola número novecientas, Abel dijo con una voz muy alta y muy clara (tenía solo tres años y se comía aun muchas palabras): ¡ABU, ABU, MIRAAAAA, COMO TÚ, AL PULGAR!

 

Y Anselmo siguió con la mirada la parábola que describía la piedra y al levantar la vista pudo ver un precioso arcoíris que el débil sol del otoño había formado. 

 

Nunca se podía haber imaginado una bolera más bonita. 



Segundo CHICO.  

16 METROS, RAYA ALTA A LA MANO, EL EMBOQUE VALE 10


¡QUE VIENE RAFA! (Julio, 2024)

 

¡Que viene Rafa, que viene Rafa!, la noticia corrió como la pólvora de nube en nube. Miguel fue el primero en enterarse, menudo era para esas cosas, y allá que se fue a esperarle a la puerta. 

 

Por el camino ya iba tramando algo:

 

 Viene Rafa, pensaba, el que faltaba, ya está liada la cosa, llega justo a tiempo; en cuanto deje la maleta, le llevo a la cantina, que vendrá seco del viaje, seguro que están allí Virgilio y Pepe Ingelmo echando una partida; y si están Benito y El Malvís me da a mí que no salimos ni para las tres. Bueno, tiempo tenemos una eternidad, y además creo que le han llegado a Manolín unos botes de anchoas y unas almejas de Ancillo, o sea que habrá que dar buena cuenta de ello. Además, hemos quedado para preparar el partido de mañana contra los viejos y planear la estrategia; ja, ja, como si nos hiciera falta, con el birle de Rafa va a estar chupao, seguro. Menuda cuadrilla somos, el peor yo, habrá que llamar a El Belga que nos eche una mano. Ellos tampoco son mancos, que se han apuntado el Zurdo, Modesto, Ico Mallavia y Joaquín Salas; el chaval de Casar dice que se quedará de quinto si no llega a tiempo Pedreguera con las bolas que le ha encargado. Va a ser el acontecimiento del año, está todo el mundo expectante, Marcelino y Marcorre han hecho correr ríos de tinta anunciándolo.

 

Cuando se encontraron los viejos amigos, todo fueron bromas y preguntas. Rafa le contó cómo marcha de interesante la Liga este año, lo bien que juegan las chicas y la de gente que ha venido este verano a Cantabria; Miguel le fue poniendo al corriente de cómo era aquello, tiempo le faltó para contarle lo de la partidona de mañana.

 

_ Pero qué dices, estás loco o qué, no tengo el cuerpo yo para bolos; lo de la tasca no te digo que no, pero bolos, quita, quita, no las llego ni de diez. Y además, ¿aquí hay bolera?

 

_ Hombre, claro. La montó El Moli cuando vino hace un par de años. ¡Que grande el Moli!, y la ha llamado El Paraíso del Más (allá), hasta restaurante ha montado, menudos cocidos nos metemos entre pecho y espalda de vez en cuando. De que el cutío esté como Dios manda se encargan Chelín, el de Santoña, y Fidel, un artista con el badillo cuando pone a todo trapo el Arriba los gananciosos de sus hermanos; hasta San Pedro un día le llamó la atención, que no dejaba dormir a los ángeles de la guarda.

 

_ Vale, venga, no se hable más, Miguel, cuenta conmigo, que te conozco, eres un pesado y al final me vas a convencer igual. Y además tengo ganas de tirar unas bolas, qué coño.

 

Y camino al bar se pusieron a recordar los viejos tiempos, los buenos momentos que pasaron juntos en las boleras, discutieron sobre quién había jugado en más peñas, ahí le ganó Miguelón, y entonces Rafa le atacó con ligas y campeonatos ganados y entre risotadas y golpes en la espalda tuvo que rendirse el de Puentenansa recordando la gesta del gran Rafa en los campos de Sport del Sardinero.

 

Y llegó el día tan esperado. La bolera estaba a reventar, no cabía ni un alfiler, con deciros que ya no había sitio en las gradas de nubes y muchos tuvieron que sentarse como antiguamente, con los pies dentro del corro. En la parte de arriba del tiro estaban reunidos todos los grandes: Severino le volvía a contar a Carmelo lo bonitas que habían quedado las vidrieras de la bolera del Malecón, mientras Marquines Maza repartía puros a los tres o cuatro Manolos que por allí andaban para celebrar el ascenso de su peña de Villanueva. Mateo, Victorino y Rotella intentaban convencer a Javier y a Riancho de que organizasen una liga celestial a la vista del éxito de hoy: a mí ya se me ha quejado Sousa y alguno más de que no han contado con ellos, decía Braulio el de Beranga, echando más leña a la idea.

 

Bajo un chopo celeste, escuchando ya el retinglar de la madera, Pepe Hierro le daba vueltas a su último poema sobre bolos y bolas mientras veía pasear a Mario Camus y María Blanchard que andaban metidos en una discusión sobre si los bolos son más de cine o de pintura. Algo bueno saldría de ahí, seguro.

 

Todo estaba preparado: Cueto, Salinas y Germán hacían de árbitros de mesa y el inigualable Foro andaba buscando como loco una silla para dirigir la contienda, que ya no tengo edad, decía, para estar de pie, y total, veo lo mismo. De pinche le tocó a José Luis, un chaval de Peñacastillo que había llegado pocos días antes, un crack pinando.  

 

Punta o coz. Acertaron los veteranos y mandan al tiro a los más jóvenes. Dijo El Belga, al que nombraron capitán, que cada cual tirase de donde quisiera y Rogelio le contestó que entonces daba lo mismo, al pulgar o la mano, libertad de efecto. Esto es la gloria, así juega cualquiera.

 

Rafa no hacía más que reírse, estaba tan encantado como sorprendido. Tiró bolas como un demonio; bueno, como un ángel, mejor. Birló lo que quiso y hasta un emboque metió, pero no se lo contó el árbitro porque le pilló la jugada charlando de los viejos tiempos con Don Ángel, el cura de Treceño, y eso era más importante. Nadie se enfadó, al contrario.

 

Y así pasaron la tarde entre risas, montañesucas y bolos. Nadie parecía tener casa, ni prisa.

 

_ Pues no está nada mal esto, Miguel, ¿siempre que viene alguien le hacéis este recibimiento?

 

_ Nooo, le contestó casi gritando el del Nansa, solo se lo hacemos a los grandes, amigo, y como tú de grande no hay muchos. Pero venga, echa un trago al porrón y vamos al tiro, que estos viejos nos están dando una paliza que, si tuviera, me daría hasta vergüenza…

 

Del resultado no se enteró ni Dios, aunque bien que tomó nota el Altísimo: estos de Cantabria siempre están liando alguna y el que ha llegado nuevo me da a mí que no se va a quedar atrás.


 EL CHICO DE LA BASURA

 

A Julián le daba lo mismo jugar que no jugar, lo que él quería era estar con el equipo, tenía bastante, y si se daba la ocasión de salir los dos últimos chicos porque la cosa estaba resuelta, encantado de la vida. Sus compañeros le insistían una y otra vez, Chema se enfadaba con él, una tarde incluso amenazó muy seriamente con que no volvería a jugar si Julián no participaba más en el juego. Y no es que fuese el mejor jugador, para nada; incluso su pulgar dejaba bastante que desear, pero eso era lo de menos, aquí todos somos iguales y nos da lo mismo subir que bajar de categoría, el caso es pasar un rato divertido, le repetía una y otra vez a su amigo con el que había compartido muchas horas de bolera y con el que había jugado unas cuantas ligas de tercera. Nunca había tenido más pretensiones que jugar a los bolos y lo que más le gustó siempre de Julián fueron sus ganas de divertirse y su saber estar en la bolera; no era que le diese igual ganar que perder, pero digamos que no pasaba mal rato cuando perdía, al contrario que él, que se llevaba unos buenos berrinches cuando las cosas no salían bien y la bola no entraba. 

 

Pero Chema notaba que desde hacía tiempo Julián no era el mismo, incluso le costaba salir a tomar unos blancos; había hablado con él sobre el tema, pero le daba largas: tranquilo, Chema que estoy bien, de verdad, no pasa nada, le insistía cada vez que su amigo intentaba sacar el tema. Su relación no era solo de compañeros de partida, eran amigos de verdad y Julián le había demostrado en muchas ocasiones su amistad, como cuando murió su Luchi, no le dejó ni a sol ni a sombra y le venía a buscar a casa cuando decía que no le apetecía salir a tomar un vino o a echar una partida. Consiguió hacer que Chema volviese a jugar porque sabía que los bolos le hacían feliz y al menos en la bolera podía aliviar un poco el dolor que le causó la pérdida de su compañera de tantos años. Y Chema le estaba eternamente agradecido porque gracias a él pudo superarlo. Y ahora era su turno, no podía, no quería ver así a su compañero. Habló con su mujer y con sus hijos, que acabaron por confirmarle que sí, que tenía algunos problemas médicos y que les había hecho prometer que no dirían nada a nadie. 

 

 

Chema reflexionó mucho sobre cómo actuar, si respetar la voluntad de su amigo de mantener silencio o coger el toro por los cuernos y hablar con Julián. No se atrevía. Pero algo tenía que hacer. Una tarde de partido llegó a la bolera con un vendaje un tanto aparatoso en su mano derecha, se había cortado partiendo pescado y le habían tenido que dar doce puntos, casi se corta un tendón, dijo a sus compañeros. A Julián no le quedó más remedio que jugar todo el partido porque eran cuatro justos. Y la cosa se dio bien, ganaron el partido con cierta facilidad. ¿Y para cuánto tiempo tienes?, le preguntó su amigo. Pues no lo sé, lo jodido de esto es que tarda mucho en cerrar porque es un lugar bastante complicado, contestó el otro haciendo un gesto como de fastidio, así que ya sabes, no me falles, tienes que tirar del carro los cuatro partidos que faltan.

 

Julián jugó los cuatro partidos, se sintió bien, incluso en alguno de ellos fue protagonista, lanzando bolas magníficas y embocando un par de veces. Chema estaba más nervioso que jugando y no hacía más que dar instrucciones a sus compañeros desde el birle y les animaba cuando les veía bajos, sobre todo a Julián, al que veía mucho mejor estos días, como más feliz y con ganas.

 

Acabó la liga, no quedaron mal y se comprometieron para la próxima. Tras la comida de despedida de temporada, cuando se despidieron, Julián chocó con fuerza la mano lesionada de su amigo Chema, el silencio era quien mandaba mientras las manos seguían fuertemente entrelazadas. 

 

No hacía falta hablar, se aguantaron la mirada y a Julián se le escapó un gracias, Chema, por estos chicos, ya puedes quitarte la venda de la mano, el próximo chico, el último, lo tengo que jugar yo solo.


 

 

TERCER CHICO.  

14 METROS, RAYA MÁXIMA AL PULGAR, EL EMBOQUE VALE 10


NO HAY QUINTO MALO, ¿0 SÍ?

 

Era el quinto perfecto, todo el mundo estaba de acuerdo en que habían encontrado al hombre idóneo para ese puesto: serio en el trabajo, amigable en el trato, siempre tenía una palabra de ánimo para el que parecía desfallecer, y cuando le tocaba jugar cumplía a la perfección, incluso mejor que otros. Nunca tuvo un mal gesto con nadie y a la hora de firmar tampoco pedía demasiado, los directivos estaban encantados. Y ya llevaba tres temporadas así.

 

Esta temporada las cosas parecían ir rodadas, el equipo estaba en el grupo de cabeza en la Liga y había pasado ya dos fases de la Copa, se auguraba un final de temporada muy interesante. Y lo que es más importante, el juego que estaban desarrollando era muy bueno, espectacular en muchas ocasiones; el ambiente que rodeaba al grupo era magnífico, todo olía a éxito, y así lo notaba la afición, que había regresado a la bolera, ansiosa de volver a ver al equipo en lo más alto.

 

Y de repente…

 

Nadie entendía nada. De la noche a la mañana las cosas cambiaron: un día entrenando se produjo un enfrentamiento entre dos jugadores por una tontería, la cosa parecía venir de habladurías de fuera, y no pasó a mayores, pero ahí quedó el rescoldo. Una tarde de partido, el mejor de la cuadrilla no puedo venir por un accidente doméstico, nada grave, pero que le impidió ausentarse de casa. Se perdió ese partido, y era importante. Entre la directiva también surgieron algunas discrepancias por unos comentarios que alguien dijo que no sé quién había dicho. La bolera apareció una mañana medio destrozada por unos vándalos que la habían tomado como cuartel general de su botellón, o eso al menos se dijo. Un partido, los armadores se fueron a ver al Rácing y tuvo que armar uno de los directivos; los chavales dijeron que creían que se había aplazado, por eso no vinieron. Incluso parecía que los árbitros la habían tomado con el equipo, no era normal tantas bolas anuladas, no era un equipo que hubiese destacado especialmente en eso.

 

En resumen, las cosas no eran como antes, solamente Luciano, el quinto, parecía mantener el tipo. Había tenido que jugar más que nunca, y lo había hecho realmente bien, se podría decir incluso que mantenían la segunda posición en la tabla gracias a él. Pero no le importaba volver al banquillo cuando el equipo estaba al completo. Y eso que algún aficionado ya le estaba calentando los cascos con que tendría que jugar más, que los demás no estaban finos, que si fulanito juega por enchufe, que si el zurdo no da una… Él, inmutable, seguía a lo suyo, entrenando y animando a sus compañeros.

 

El destino quiso que el último partido de la liga les enfrentase en casa con el líder, el sábado se decidiría el campeonato. La expectación era máxima, las gradas repletas de aficionados de las dos peñas y el cutío presentaba un aspecto inmejorable; hasta el tiempo acompañaba y dos televisiones locales lo daban en directo. 

 

Todo estaba preparado. ¿Todo? 

 

No, en el equipo local faltaban Luciano y Enrique, el jugador más en forma. Nadie sabía nada, los móviles echaban humo pero nadie contestaba a las llamadas. A falta de diez minutos para el comienzo del partido aparece en su coche Luciano, un tanto nervioso. De Enrique nadie sabe nada, es muy extraño, pero el partido ha de comenzar. La tensión se puede mascar en el ambiente, repetía el comentarista, los jugadores locales parecían especialmente nerviosos en su juego y solo Luciano lograba mantener la calma y con un par de buenas jugadas llevó a su equipo hacia adelante. 

 

Al último chico se llegó con 3-2 a favor de los locales pero los de Santander mandaron a ganar a 47,  el empate les valía para alzarse con el título. Luciano pidió tirar el último, los demás compañeros, que estaban como flanes, se dejaban mandar por el único que parecía conservar la calma. De hecho, hubo una bola corta de cinta y las cosas se pusieron más que complicadas. En la última bola llevaban solamente 10 bolos, el emboque tal vez no iba a ser suficiente. 

 

La última bola del que había sido el quinto toda la temporada pegó un estacazo impresionante desde veinte metros e impactó con el pequeño, a la par que la grada estallaba de júbilo. La cosa no estaba fácil, había varias de cuatro para ganar el chico y el campeonato. El pesado de la tele repetía aquello del tergal que tiembla y en esta ocasión parecía más real que nunca. El birle se desarrolló en un mar de nervios, silencio roto por los murmullos de la grada y algún que otro móvil sonando.

 

Última bola, en la esquina del pulgar. Hacen falta tres para empatar, cuatro para ganar. Luciano se dirige tranquilo hacia ella y cuando se agacha para cogerla, un ruido atronador de sirenas hace girar las cabezas de todo el público. De un patrol de la Guardia Civil descienden dos agentes, que llevan, como escoltándole, a Enrique. Los agentes se dirigen directamente a Luciano con las esposas en la mano, y ante la mirada atónita y el silencio de todos, le dicen:

 

Queda usted detenido, acompáñenos al cuartel.

 

La confusión se apoderó de la bolera: los jugadores no daban crédito, los directivos no sabían cómo reaccionar, el árbitro consultaba con su colega de mesa qué había que hacer y el público estaba alucinando. El único que parecía mantener el tipo era Luciano, que mantuvo todo el rato la bola dándole vueltas en su mano. 

 

¿Señor Agente, me permite tirar la bola antes de que me lleven detenido?

 

El guardia no sabía reaccionar, el tergal no le temblaba pero el tricornio se le movía de un modo extraño mientras giraba la cabeza buscando a sus compañero, que subía los hombros en señal de qué más da, que la tire y nos vamos.

 

Por la cabeza de Luciano pasó en tres segundos toda la temporada, sus ganas de jugar, la indiferencia y comodidad de sus compañeros y del presidente que le consideraban comodín para todo, el escaso reconocimiento que le daban a su juego. Le dio tiempo incluso a recordar cómo enfrentó con bulos a sus compañeros y a los directivos, cómo engañó a los pinches y el episodio del accidente casero de Julio. Y lo que se rio aquella noche cuando lleno de botellas de cerveza la bolera rompiendo algún que otro tablón. Lo de raptar a Enrique no lo tenía previsto, pero la noche anterior algún espíritu maligno entró en su cabeza para convencerle de la idea de retenerlo un rato, lo de secuestro es muy fuerte, estos guardias de pueblo ven mucho Netflix. Lo que pensasen los demás al enterarse de todo, decidió que no le importaba nada. Solo quería tirar la última bola del campeonato.

 

En medio de un silencio atronador, Luciano lanzó, decidido, la bola. Tocó con suavidad el primero por el lado bueno e hizo rodar a sus compañeros de formación.

 

A resultas de ese partido, las cosas cambiaron: la Junta Directiva decidió que para la próxima temporada los cinco jugadores, o seis, irían rotando sus intervenciones, y Luciano, tras pagar una pequeña multa y pedir perdón a su compañero, dejó los bolos y se dedicó únicamente a meter comentarios en las redes mientras veía por youtube los partidos. 

 

Lo hacía siempre con pseudónimo: El quinto malo.


La bola vieja 

 

Ya ni me acuerdo, el día que me toque jugar seguro que no sabré ni darme vueltas al pulgar, pero claro, qué quiere este, si me tiene olvidada en la bolsa hace ya meses. Y a mis dos hermanas lo mismo, aunque a ellas parece que les da igual, no dicen nada. Yo creo que es por los golpes que han recibido en la cabeza desde que a Josuco le dio por entrenar a emboque, menudos estacazos que pegaba desde 20 metros; a mí no me afectó tanto, creo yo, porque me tiraba la primera, la que servía para tantear la distancia y la altura. Así que ellas ni sienten ni padecen, pero yo tengo ganas de volver al corro, echo mucho de menos el contacto con los bolos, ese sonido como celestial, y me gusta mucho cada vez que mi amo me acaricia con la palma de su mano dándome vueltas y más vueltas; le perdono incluso cuando me echa un pequeño escupitajo para que pueda rodar mejor; nunca lo entendí, pero bueno, él es el que sabe. Y yo ya estoy acostumbrada a su mano, a sus dedos gordos aunque suaves, por eso no llevo muy bien cuando le deja a algún compañero que me birle, sobre todo cuando me quedo cerca de la caja, son muy bruscos, más que birlarme, me machacan contra el primer bolo.

 

Y soy de las más viejas, estoy con mi amo desde que era un chaval, ¡no habré rodado yo por las boleras de Cantabria!, una vez incluso me llevó a Méjico con él, todavía me acuerdo del mareo que pillé en el avión, dando vueltas y vueltas en la bodega, pero allí me porté como una campeona, con dos de siete y tres emboques. 

Pero es igual, estoy vieja y sucia, ya ni me escofina de vez en cuando como antes y en el invierno la humedad y la oscuridad me están matando. Mucho me temo que acabaré en la chimenea de la bolera o me regalará a algún chaval que esté empezando o me malvenderá por cuatro euros como hizo con aquellos bolos viejos. A veces le oigo hablar con su cuadrilla, que ya no puede, que está mayor, que si estas bolas son muy pesadas, que le cuesta mucho tirar de veinte. Pues vete a hacer ejercicio, cabrito, y deja de comer y beber tanto que en estos últimos años te has puesto como un tonel, ya verás como llegas de veinte sin problema.

 

Espera, espera, calla, que viene. ¿Qué hace? Está cogiendo la bolsa, nos vamos, ¿adónde nos lleva? ¡Qué alegría, otra vez en activo! Siento el motor del mercedes, estamos en ruta otra vez. ¿Mazcuerras, Roiz, Luey… por qué bolera volveremos a rodar? Ya ha aparcado, pero no oigo ruido de bolos y bolas, ni de niños jugando, solo ruido de coches. ¿Dónde estamos? Puedo escuchar como un zumbido muy estridente y desagradable, y me huele como a maquinaria, pero, pero… esto no es una bolera. Mis hermanas siguen dormidas, ni se enteran, como llevan sonadas ya tres o cuatro años les da lo mismo. 

 

Me estoy asustando, no me gusta nada esto, escucho al amo comentar no se qué de quitarnos peso, que si el diámetro tal y quien está con él le dice que no se preocupe, que nos deje allí, que ya le llamará. Pero bueno, ¿nos va a dejar aquí con un extraño?, no creo que se atreva después de tantos años, ya le vale, qué ingrato. 

 

Se ha ido. Yo estoy de los nervios, no oigo más que ruidos extraños y huelo de un modo sospechoso a serrín. Me viene a la cabeza Mauthausen, no sé por qué. Se abre la bolsa, veo unas manazas llenas de callos que me atrapan sin ninguna delicadeza y me colocan entre dos brazos que no me dejan ni moverme. Se va el carnicero ese y al rato aparece con un aparato muy extraño que aparece tener vida propia. ¿No se atreverá?, eso no se puede hacer, está prohibido.

 

¡¡¡Nooooo, por ahí no, que duele!!! Por favor, para, para. No hace ni caso, y aprieta más, y más. Yo me desmayé ya hace rato.

 

Cuando vuelvo en mí, me noto más ligera, libre de preocupaciones, como si me hubiesen quitado un peso de encima, solo noto como una marca circular en mi piel que antes no tenía. Ahora lo entiendo, ya había oído hablar alguna vez a mis compañeras de bolera más viejas algo sobre la liposucción, pero no sabía que era esto. Oye, que incluso veo a mis hermanas como más despiertas, y más delgadas.

 

 


 
 
 

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